Los cielos de Amanda


 Amanda llegó a mi vida, de forma imprevista y desordenada, con pocas explicaciones y muchas advertencias de parte de mi madre, se quedó hasta hace unos pocos meses, cuando se dió aquella última conversación de la que tanto me arrepiento.


Grande fué el alboroto después de aquel llamado de un juzgado de menores, de Santiago del Estero, tras el cuál mis padres comenzaron a juntar documentos, partidas de nacimiento, acta de matrimonio de mis abuelos, una libreta roja escrita a mano entre espacios impresos. Mientras revolvían aparecían fotos color sepia. La gente siempre es feliz en las fotos, sobre todo los adultos, los chicos suelen hacer muecas, berrinches y otros gestos.

En una de aquellas imágenes se encontraba mi tío haciendo cuernitos sobre la cabeza de mi mamá, él era algo más grande pero ella parecía más madura.


Mientras reunían los papeles comenzaron a preparar un nuevo dormitorio donde antes  había una salita de juegos y biblioteca. 

Mi madre lloraba de forma espasmódica cuando creía que estaba fuera de mi radar, y hablaba susurrando por teléfono con unos pocos, mientras que a otros no les tomaba el llamado.

Antes de partir, me dijo: — Amanda, tu prima, viene a vivir con nosotros, ya no tendrás que jugar sola. —No, nada de preguntas, ni a mi ni a ella, cuando ambas crezcan y sobre todo cuando ella pueda te va a explicar.


Mi prima llegó de la mano de mamá, tenía ocho años, dos más que yo,  cara de miedo y su mano apretada dejaba una zona blanca sobre la de mi madre, las uñas comidas hasta muy adentro. Una rara mezcla de sentimientos  celos, intriga y alegría me pegó en el estómago como un cóctel desconocido.

Aunque teníamos dos habitaciones terminamos durmiendo juntas, a veces las pesadillas de una o la cama mojada de la otra hacía que durmieramos juntas en cualquiera de las dos.


No fuimos a la misma escuela, el juez de menores aconsejó un colegio de chicas. Cada vez nos fuimos haciendo más y más amigas, físicamente nos parecíamos, hablábamos de casi todo, pero había temas que callábamos. Mi madre me seguía advirtiendo que no preguntara.


Yo estudié física y ella incursionó en bellas artes, recorría exposiciones y museos siempre admirando los cielos pintados con distintas técnicas, por diferentes manos y en todas las épocas desde el impresionismo hasta el dadaísmo pasando por todos los estilos.

Amanda pinta y muy bien pero jamás un cielo.


Ella sigue teniendo una expresión dulce y triste a la vez, su refugio siempre fué el balcón de nuestro departamento de la avenida Rivadavia, cuando la encontraba ahí, mirando el cielo, sabía que hasta un suspiro podría sobresaltarla.

Yo le preguntaba si extrañaba a su familia pero la respuesta era siempre la misma, a la familia no, extraño  el cielo de mi pueblo, que no se asoma entre edificios ni se enmarca en las ventanas, con estrellas diáfanas que no son intimidadas por carteles luminosos y el silencio que sólo algún bichito interrumpe.

Amanda volvía a callar adentrándose en la melancolía.


Alguna vez me dijo que si tuviera una hija le pondría Cielo aunque no estaba en sus planes ser madre, ya tenía veinte años y no le conocía ningún novio.


Aquel día, el último en qué la ví, no tendría que haber insistido con el tema, ¡cuánto me arrepiento! 

Esa tarde, con los ojos llorosos me contó que cuando su padrastro llegaba después de las doce era seguro que venía borracho así que su madre, totalmente desquiciada le gritaba puta, te prefiere antes que a mí y la mandaba a la terraza donde se quedaba muy quieta buscando entre las estrellas a su papá que bajara a ayudarla.

Cuando mi mamá llegó a rescatarla supo que él la había escuchado.

Por lo general, el viejo con tanto alcohol encima no lograba subir a la azotea,  por lo general…


Roxana Bogacz 

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